Zulia: Familiares recurren a la caridad y se aferran a los bonos del gobierno para llevar provisiones a los calabozos policiales

Equipo UVL Zulia

La piel de su cara, brazos, cuello y piernas luce enrojecida. Su regordete cuerpo apenas puede moverse. La anciana, de 60 años, lleva, sin embargo, en su espalda al menos 15 kilos en un morral, mientras que con sus robustos brazos resguarda dos botellones de agua filtrada y hervida, cada uno de cinco litros. Camina hacia la sede del Cuerpo de Investigaciones, Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), en Altos del Sol Amado, al sur-oeste de Maracaibo. Su travesía empezó a las 5.00 de la mañana y lo que más le angustia a la abuela Sandra es no saber si su cargamento de provisiones llegará completo a su hijo.

El menor de sus descendientes ingresó en febrero de 2020 en los calabozos de la Subdelegación Maracaibo. A través de cartas, el hombre, de 32 años, le describe el lugar a su madre como “el infierno”. Las solicitudes a su progenitora se reducen a: agua y hielo. “No me traigas comida, tráeme de beber”.

La anciana recuerda que el primer mes de detención ya era sacrificado para ella movilizarse hasta la sede del CICPC. Ahora, en cuarentena social por COVID-19,  la motivan otros viejitos que visitan a sus hijos. Reside en los bloques de Raúl Leoni y tiene que caminar unos cuatro kilómetros, entre 45 minutos a 1 hora, hasta los Patrulleros en busca de transporte. Es una carrera contra el reloj. Los detectives reciben la comida por dos horas, de 9.00 a 11.00 de la mañana, y antes de las 12.00 del mediodía empieza el toque de queda. “Si llegas tarde no reciben la comida y si regresas tarde, no consigues carros y puedes ir preso si te agarran en la calle”.

La lejanía del calabozo es apenas un eslabón de la cadena para Sandra. Primero piensa en la comida, los productos de aseo personal y limpieza, la medicina y los pasajes. “Solo para moverme necesito mínimo 300 mil bolívares en efectivo. Necesito más de dos millones por día, por eso voy a tres veces por semana”. Ella cuenta con el apoyo de familiares, amigos, vecinos y miembros de su congregación. “Eso me ayuda a disminuir la preocupación y poder ser constante en las visitas”.

Después del Covid-19, los familiares deben llevar dinero extra para cualquier eventualidad o exigencia de última hora de los funcionarios de guardia. “Piden guantes, que se les compre mascarilla o nos dicen que el muchacho está enfermo y hay que correr por alguna pastilla”.

A través de cartas, los privados de libertad cuentan sus necesidades. “’Mamá, traéme jabón. Olía bueno y el policía de guardia me lo quitó’…; ‘no me llegó la comida, ¿qué me trajiste?’; ‘se me comieron el pan’; ‘necesito agua, pasáme más agua que solo me llegó una botella’. ‘Papá, el detective se quedó con el desodorante’”, son algunas de las quejas que se comentan entre sí  los familiares mientras esperan en la entrada del estacionamiento su turno para entregar las provisiones en el CICPC Maracaibo. Su angustia creció desde la suspensión de la visita. “No dejan verlos. Y en cada carta mi hijo me dice que está peor. Todas las semanas le botan todo en las requisas, no les interesa el esfuerzo. Me ha tocado hasta pedir para poder traerle la ropa. Y ellos lindos y bellos se la botan”, comentó Rosa, quien desde hace un año tiene a su hijo en esa sede.

El 25 abril de 2020, un mes después del inicio de la cuarentena social, se evidenció la arbitrariedad en los calabozos. La directiva regional del CICPC suspendió el ingreso de agua a los calabozos. Los privados se alzaron y 16 de ellos terminaron con perdigones en el cuerpo. Sus familiares se enteraron el lunes de la situación. Algunos abogados aprovecharon la desinformación y les quitaron dólares. “Nos estafaron. Unos dimos 10, otros cinco, otros 20 y nunca supimos las condiciones que estaban los heridos”, detalló Aide, quien alegaba que “en un momento de desesperación, se hace lo que sea”.

La desaparición de comida, el maltrato verbal a los familiares en la cola para la entrega de alimentos y el irrespeto obligaron, el 2 de junio de 2020, a los parientes a protestar frente a la sede del CICPC de Altos del Sol Amada. “Establecieron un horario de entrega de comida, son las 12.00 del mediodía y no han atendido a nadie”, denunció Rafael, quien camina dos veces por semana desde el barrio Los Pescadores, al norte de Maracaibo, para llevar mangos, agua, arroz, arepas y  un pedazo de queso a su sobrino. Recuerda que dos veces lo han detenido las patrullas, porque anda en la calle después de las 2.00 de la tarde. “No tengo carro, no hay carritos a esa hora. Si se le trae comida no hay pa’ pasajes. Dígame cómo hago. Y de ñapa, me quieren meter preso porque estos malparidos me atienden tarde”.

Tras la protesta, Sandra asegura que les juraron que no recibirían comida después de las 11.00 de la mañana. “Pegaron un papel en la entrada y ahora no quieren pasar ni pollo con hueso, porque y que los usan como puñales”.

Sin alternativas

En los últimos dos meses, Rosa Montilla perdió más de 20 kilogramos de peso. Quedó sin trabajo en la cuarentena y subsiste únicamente de los bonos del gobierno y de la caridad de los vecinos. La mujer, de 68 años, tiene a sus hijos presos en la Subdelegación de Ciudad Ojeda, en la Costa Oriental del Lago. Necesita al menos un millón y medio de bolívares en efectivo para poder llevarle comida a sus dos privados de libertad.

En casi tres meses de cuarentena social, solo ha podido acudir a la sede del CICPC una vez. “Una sobrina política iba a buscar unas medicinas, me dejó en la vía y yo caminé hasta allá. De regreso la esperé en la carretera”, recordó la anciana mientras hacía énfasis en que se necesita salvoconducto para pasar el Puente Rafael Urdaneta.

“Yo solo puedo enviarle los bonos, los paso para mi cuenta y se los transfiero a una amiga. Ella me les lleva una vez a la semana arepas. Ellos se las reparten y las estiran. Usted sabe que eso del bono no es mucho y debo enviarle alguito, si no se mueren de hambre”.

Los familiares más osados se movilizan en cola para llegar al otro extremo del puente y de ahí al retén de Cabimas. “Salgo de madrugada, busco como llegar a la cabecera. Ahí pido cola, unos me dejan en Santa Rita y otros un poquito más allá. No hay cobres para pagar pasajes y comida. La cosa está dura. Yo le llevo lo que puedo. Generalmente granos, harina y arroz. Nada hecho, si no se daña”, contó Isabel, quien al menos dos veces al mes se acompaña de otro familiar para llegar desde La Cañada de Urdaneta al Centro de Arrestos y Detenciones Preventivas de Cabimas.

Una docena de encuestados coincide y afirma que la prioridad es llevarles comida. La medicina pasó a segundo plano. “Brinco y salto cuando me escribe que tiene fiebre. Busco con su mamá, con sus hermanos, unos sobrinos y esta última semana, perdí la pena y le pedí a la vecina un acetaminofén”, relata con Marta Rodríguez, quien aprovechó la entrevista para denunciar un brote de lechina en la sede de la Policía Nacional Bolivariana.

“Estoy desesperada. La situación me está poniendo a decidir entre resolverle a él o a las dos niñas que tenemos. No está fácil”, se lamentó el ama de casa.

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