El preso 116: un larense que fue asesinado en la masacre del Cepella

A un mes de lo ocurrido en Guanare, Una Ventana a la Libertad narra la historia de “Balú”

Equipo UVL Lara

Transcurrieron más de 60 horas desde que había muerto a causa de 3 balazos que le propinaron por la espalda y que le salieron cerca de la clavícula. Eran las 7 de la mañana en el cementerio Jardínes Celestiales, que se ubica en la misma vía hacia el Fuerte Terepaima, guarnición militar del municipio Palavecino, estado Lara. Los obreros del camposanto presionaban a su jefe para que se contactara vía telefónica con los familiares del cadáver en estado de putrefacción que fue resguardado en la noche anterior en el lugar. El objetivo de los trabajadores, era obtener la autorización de los parientes y acabar con el olor nauseabundo en el lugar que no aguantaban.

―Dame una prueba para saber que el cadáver que estás enterrando es mi hermano. Quiero saber si el que vas a meter en ese hueco, es él.

La exigencia, minutos después, generó un acuerdo entre las partes: tomar fotografías a cada paso que se realizaría durante el proceso de entierro.

La escasez de gasolina, el pago en dólares para el traslado funerario desde Guanare estado Portuguesa y las restricciones decretadas por el gobierno nacional como medida preventiva ante la pandemia del coronavirus obligó a que los familiares tuvieran que darle el último adiós a su ser querido a través de varias imágenes enviadas por un chat de la aplicación Whatsaap.

Una de las fotos era de un ataúd de cartón signado con el número 116. A un lado de la parcela que correspondía, los obreros iniciaron las labores. En pocos minutos tenían la tumba lista para proceder a darle cristiana sepultura al hombre que murió en la masacre ocurrida el primero de mayo de 2020 en el Centro Penitenciario Los Llanos (Cepella).

En un agujero que parecía más una fosa común, los pocos familiares pegados a un celular veían las fotos donde la tierra ocre cubría el 116 escrito en la tapa y que identificaba el cuerpo de Jesús Alberto Vargas Gutiérrez, uno de los 47 privados de libertad que fueron asesinados en una de las cinco reyertas con más muertos que ha tenido historia carcelaria de Venezuela.

La decisión de enterrar a su familiar por teléfono, la tuvo que tomar uno de sus hermanos, quien tuvo que informarle a su madre. La elección no fue fácil de tomar sobre todo estando a 20 kilómetros de distancia y viendo imágenes de una caja de cartón sin acabados; pero así despidieron a “Balú” como cariñosamente conocían a este hombre de 35 años.

El sufrimiento familiar no se limitó al entierro vía telefónica. La búsqueda del cadáver al día siguiente de la masacre ameritó un viaje con muchas dificultades, gasto de una suma de dinero importante para una familia humilde y sortear los vaivenes de la desinformación por parte de los funcionarios del gobierno.

Jesús Francisco, hermano de “Balú”, se encargó de trasladarse desde Barquisimeto hasta Guanare en un viaje que normalmente dura 3 horas por carretera, pero que esta vez rozó las 8 horas.

La madrugada del 2 de mayo, Jesús Francisco emprendió un viaje que tenía más angustia que certezas. Encontrar un transporte público que lo sacara de Lara era la primera misión, pero la grave crisis del combustible que anuló temporalmente el 90% del sistema automotor en la entidad lo hizo caminar y caminar. Después que lograra al menos 6 aventones, caminar varios kilómetros bajo el sol llanero de la carretera nacional, el familiar de “Balú” llegó a Guanare y el teléfono sería su guía para ubicar el cadáver.

A través de llamadas y mensajes con una de sus hermanas, Jesús Francisco luchaba contra la desinformación que imperaba en la capital llanera. Ir directo al Cepella, trasladarse al hospital Miguel Oraá o acudir hasta la sede del Cuerpo de Investigaciones, Científicas, Penales y Criminalisticas (Cicpc) eran los sitios donde podría hallar el cadáver, pero no sabía por dónde comenzar pues era una especie de carrera contrareloj que realizaba en la cual el logro era regresar a Lara antes de que se hiciera de noche. Jesús no estaba solo en esa travesía, madres, hermanas y esposas de otros privados de libertad larenses lo acompañaban y compartían también la misma angustia de la búsqueda.

Tras varios mensajes de su hermana que también estaba en contacto con otras familiares de preso, Jesús Francisco supo que el cuerpo de su hermano estaba en la sede del cuerpo detectivesco. Con el pasaporte de “Balú” en mano, se dirigió hasta el lugar y allí vio cómo estaban decenas de familiares haciendo fila para ingresar y empezar el reconocimiento de los familiares asesinados. El primer filtro que impusieron los funcionarios era el reconocimiento fotográfico a través de una laptop. Entre imágenes e imágenes, Jesús logró identificar a Jesús Alberto.

Minutos después, con el pasaporte los funcionarios comenzaron a interrogar a Jesús Francisco. Los hombres intentaban confundirlo en una especie de corto interrogatorio para confirmar que el hombre que llevaba los documentos de “Balú” era realmente familiar.

―Mira, pero tu vecino no se parece al de esta foto. ¿Tu vecino está aquí?― preguntaba el Cicpc con cierta manera suspicaz y señalando el pasaporte.

―Él no es mi vecino, él es mi hermano― respondió con seguridad Jesús Francisco.

Cuando los funcionarios certificaron que era el familiar, lo hicieron ingresar a un patio dónde se encontraban más de 20 cadáveres. Allí comenzó a ver cara por cara y en minutos, Jesús Francisco logró identificar a Jesús Alberto.

―Mamá ya encontré a su hijo― le avisó Jesús Francisco a su mamá.

―Hijo, revistaste bien que es tu hermano. Fíjate en el prepucio― le aconsejaba la mujer haciendo referencia a una cirugía que ambos muchachos fueron sometidos cuando eran niños.

―Si mamá, es tu hijo― fueron las cortas palabras que usó Jesús para reconfirmar.

“Balú” estaba en el piso bocarriba. Bajo el sol su piel se quemaba. Vestía bermuda de blue jean y una camisa color fucsia. Rodeado de cadáveres en aquel patio, Jesús Francisco tomó la decisión de sostener a su hermano por los brazos y pecho y moverlo hasta una sombra que generaba un árbol grande que se encontraba cerca. A partir de ese momento, el hermano del privado de libertad comenzó a darle órdenes a los demás familiares para iniciar el proceso de entierro.

Antes de toda esta odisea, las hermanas y madre de Jesús Alberto habían contactado a un amigo de su comunidad que se dedicaba a los servicios fúnebres quienes debían viajar hasta Guanare para retirar el cadáver y trasladarlo hasta Barquisimeto. 280 dólares, el equivalente a 68 salarios mínimos en Venezuela, fue el costo que tuvieron que desembolsillar los parientes para darle cristiana sepultura no sin antes sufrir los embates de la crisis del país y desperfectos mecánicos del carro fúnebre que dejó como consecuencia que el cadáver llegara de noche del domingo 3 de mayo al cementerio y ya no había nadie para enterrarlo.

Sobreviviente de masacres y castigos

Jesús Alberto había estado en 4 cárceles. Dos causas distintas que lo vinculaban en delitos como secuestro, robo agravado, porte ilícito de arma de fuego y asociación para delinquir le determinaron una pena de 16 años y dos meses. El Centro Penitenciario David Viloria, mejor conocido como Uribana en Barquisimeto; cárcel de Yare, Miranda; Sabaneta en Zulia; y La Cuarta de San Felipe estado Yaracuy fueron los lugares de reclusión en los que estuvo.

En marzo de 2010, llegó a Uribana para cumplir los 45 días estipulados en el Código Orgánico Procesal Penal antes de acudir la audiencia preliminar en tribunales. Cuando llegó esta ocasión, en julio de ese año recibió una medida cautelar de presentación periódica pero en la taquilla de la sede del Circuito Judicial Penal de la región le advirtieron que había una orden de aprehensión sobre un secuestro. Él no entendía porque esa causa, pues se encontraban recluido en la cárcel cuando ocurrió ese delito.

A partir de ese momento, fue víctima de extorsión de un grupo de funcionarios del Cicpc quienes los buscaban, lo apresaban y le pedían 2 millones 500 mil de bolívares para dejarlo ir. Eso se lo aplicaban todas las semanas y él trabajaba de taxi para los detectives. Al cabo de unos meses, se rebela. Se obstina de ser extorsionado y lo detienen, procesan y se lo llevan al Cicpc.

―Llévenme preso― les dijo a los funcionarios, que luego de esposarlo le dieron un paliza. Lo lastimaron en la cara y luego de eso, nuevamente lo llevaron a Uribana.

―No es justo que yo esté preso. Estoy consciente de la primera causa, porque yo sabía que a los hombres que llevaba en el taxi andaban en malos pasos, pero esta vez no es justo― decía con lamento Jesús Alberto cuando argumentaba que su culpabilidad en el presunto secuestro fue por escribirle mensajes de texto telefónicos a la hija de una funcionario policial que sí estuvo inmerso en el delito.

Estando recluido en Uribana, en enero de 2013, sobrevivió a la masacre que dejó 60 presos, un pastor evangélico y una Guardia Nacional muertos a causa de tiros y 125 reos heridos también de bala.

―Hermano reciba a Jesucristo en su corazón. Es el momento― era la predica que “Balú” le dedicaba a los privados de libertad que con sus hombros cargaba bañados en sangre hasta el portón de Uribana para que fueran socorridos.

―Toma la bendición de nuestro padre para que te reciba en el cielo. Yo les presentaba al señor Jesucristo, pero en la puerta estaba Nelson Bracca (director para ese entonces de Uribana y que es señalado por 60 testigos en un expediente en fiscalía como el primero en disparar durante la requisa que iban a realizar en el penal) que los dejaba morir en el portón para tirarlos en una fosa que había en la entrada del penal― confesó a algunos de sus familiares 4 años después de aquel 25 de enero de 2013.

Tras sobrevivir la masacre, Jesús Alberto fue trasladado a Yare donde duró algunos meses. Allí vivió el ataque hacia los presos oriundos del estado Lara o “los guaros” como lo llamaban. Debido a este conflicto entre privados de libertad, los larenses tuvieron que ser trasladado a Sabaneta y estando allí, en septiembre, fue también testigo de la masacre que dejó 16 reclusos asesinados y más de 48 durante una toma violenta de la prisión

Debido a este conflicto, “Balú” tuvo que ser llevado a La Cuarta en San Felipe donde nuevamente la fijación de los presos de esa cárcel contra “los guaros” se hizo presente, pero esta vez con un disparo que le lesionó por varios meses y le dejó una pequeña cicatriz en uno de sus pies.

―A los recién llegados, sobre todo a los guaros, le demuestran el poder que los líderes tienen en la cárcel disparándole en el pie. A todos los guaros nos dieron un patero (remoquete carcelario que tenía ese castigo). A mí la bala no me tocó hueso y me curé sin problema― recordaba al tiempo que también confesaba la petición a sus familiares de que le buscaran traslado a otro centro penitenciario porque ahí los querían matar.

Tras 4 años de estar recluido allí, desempeñarse como comerciante y alejarle de los líderes negativos, Jesús Alberto fue trasladado al Centro Penitenciario Los Llanos de Guanare.

En la primera línea

El día de la masacre en Cepella, “Balú” se encontraba entre los presos que estaban más cerca de los funcionarios militares y abogados de la cárcel. Estaba en la primera línea de presos con el objetivo de hablar con una de las abogados del penal para preguntarle por sus redenciones a la pena, tema que venía arrastrando desde que estuvo en Uribana y que si lograba obtenerlas, su libertad se producía en agosto de 2020 y no en el 2021.

Jesús Alberto, parado en la primera línea antes de la masacre y se confundía entre el malestar de los otros privados de libertad que reclamaban la incompleta entrega de comida por parte de los familiares. Él también había sido víctima del robo de alimentos que le enviaba su esposa, su mamá o sus hermanos. Este flagelo, según relataron todas las familiares de presos 24 horas después del tiroteo, fue la mecha que prendió el conflicto en Cepella y que dejó tantas víctimas fatales.

“Balú” tenía un kiosco de venta de comida dentro de Cepella. Luego de ser modelo de ropa interior en Caracas además de que era diseñador gráfico, este hombre se desempeñaba como comerciante dentro de las cárceles para poder mantener a los 4 hijos que tenía. Su madre era la principal proveedora de alimentos de todo tipo para él pudiera hacer sopas, desayunos, almuerzos, tortas, comprar electrodomésticos y pagar la causa que exigían los líderes negativos del penal.

Días antes de la masacre, Jesús Alberto confesó que la bolsa de verdura que su mamá le enviaba y que pesaba alrededor de 30 kilos le llegaba incompleta. Su queja se unió a la de cientos de privados de libertad que también fueron víctimas de este robo que, supuestamente, aplicaban los funcionarios militares y custodios de la cárcel de Guanare y que desató el conflicto a tiros el primero de mayo.

“Balú” cuando sintió que el clima de la protesta estaba muy tenso comenzó a salir de esa primera línea donde estaba. Pero en instantes, los disparos empezaron. Él como pudo, salió corriendo, pero tres balazos lo alcanzaron y lo dejaron sin vida casi de manera inmediata. Algunos familiares de otros presos, al saber su muerte recordaban que él nunca se tragó una luz de los pranes (líderes negativos), ayudaba a los presos conocidos como “desechables” lo que hizo merecedor de cierto respeto entre la población carelaría.

―¿Por qué me tiene que pasar esto? No me merezco esto, si yo lo que hago es trabajar― se decía muchas veces, sobre todo cuando veía a su mamá llegar al penal durante la visita y veía como la señora arribaba toda adolorida y con malestares en el cuerpo debido al trajín del viaje que emprendía en busetas

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