Quiero un país donde los que un día fuimos delincuentes le demos la vuelta a esto

Testimonio de una ex presidiaría que ahora es emprendedora social

Mi nombre es Yadira Silva, nací en Caracas el 16 de junio de 1965.  Viví en El Guarataro con mi madre hasta los 9 años, hasta que mi mamá volvió con el papá de mis hermanos y sentí su rechazo al no darme la misma atención que a mis otros hermanos.  Fui un cacho más que una decepción amorosa, más que un error del pasado, más que un bulto de dificultades. Crecí bajo la ley de la calle. Albergué el dolor del silencio  y la indiferencia que sufre una niña sin destino. Mi techo fue el cielo, mi cama era un banco de la Plaza Caracas  y mi baño la fuente de la plaza O’leary.

 

Ahora camino con la cabeza en alto, sin necesidad de ocultar mis pasos,  con la tranquilidad que me da la sinceridad y la fortaleza, porque aunque he tropezado con innumerables piedras no me he dejado derrotar por ninguna y he sabido salir adelante, incluso cuando pensaba que todo era oscuridad.

 

Tuve una infancia violenta. Recién escapada de de mi casa vi como querían violar a otra niña en la calle. Escuche cuando gritaba y me metí a defenderla con un listón de madera y de ahí arrancamos a correr hasta que pudimos escondernos debajo de un carro. Desde los nueve años me tocó pedir y cuando no me daban robaba. Recuerdo que pedía un pan y un cuartico de chicha. Le decía a los panaderos: “yo te barro y te boto la basura” y no me daban nada, más bien me corrían del sitio.  A esa edad comencé mi mundo nada fácil y me mantuve a la defensiva…

 

En casa  de mis padres vivía mi morocha, Ariday.  Su nombre era como el mío pero al revés. Sufría con todo lo que atravesaba en la calle, pero me apoyaba. Me lavaba la ropa a escondida y una que otra vez en un pote de mantequilla Nelly sacaba de su almuerzo un poquito para mí. Siempre nos veíamos ya que las dos éramos unidas. Recuerdo que ella me decía que no robara más, que volviera la casa o que me la llevara  conmigo. Le decía que me diera tiempo que pronto íbamos a tener una casa para las dos y que no podía venirse conmigo porque a pesar de ser morochas éramos diferentes. Ella era sumisa y noble. Ella callaba por miedo.

 

Escribir esto duele y mucho… Pasaba mi niñez y yo siempre andaba en lo mismo, de aquí para allá, pasando calamidades.  Recuerdo que cuando tenía doce años, un día logré conseguir más dinero, estaba con un grupo,  y busqué a mi morocha para comprarle ropa. Ella estaba feliz  y le compré todo lo que me pidió, hasta regalos para mis padres. Estábamos en la Plaza Capuchinos e iba  acompañarla a casa. Cuando fuimos a cruzar la calle ella se adelantó y un carro se la llevó por delante y perdió la vida.  Eso me marcó, perdí  mi ser amado y quedé completamente sola. Fue duro, pero en medio de esa pérdida decidí seguir mi mundo, más dura, más fuerte.

 

Salí con grupos de hombres  a robar.  Comencé a cantar zonas y luego me convertí en asaltante. Lo primero que me robé a los 13 años fue un carro, un Malibu cuatro puertas. La primera vez que intervine en un asalto fue para cantar la zona para robar un banco. Ahí  también tenía 13.

 

Me especialicé en robar joyerías y bancos. A los 15 años me compré mi apartamento con unos reales que reuní dentro de una caja de zapato.  Yo soñaba con un edificio para albergar gente y a muchas personas le he dado posada a lo largo de mi vida. A los 15 años me puse a vivir con el padre de mis hijos, mi primer novio, mi primer amor al que amé con todas las fuerzas de mi corazón pero  también era como yo. De él tuve dos hijos kerwin y keivis.  Me sentía feliz, ya tenía una casa y un hogar hasta que Ramón, el padre de mis hijos, cayó preso y decidí salir a buscar sustento de la única manera que sabía.  Contacté a mis amigos y seguí mi mundo de delincuencia. A mis hijos les daba lo que podía. No sospechaban lo que hacía.

 

Caí presa varias veces, pero la que realmente me marcó fue la caída por asalto a una joyería en  Maracay.  Terminé en 1987 presa en Tocoron.  En un viacrucis se convirtió mi vida. Mis hijos se turaban entre mi familia y la de su papá,  un año con uno, otro con los otros, tenían que cambiarse frecuentemente de colegio. Los dos estábamos presos y separados.  Nuestra relación de pareja terminó pero quedamos como amigos.  El salió  y yo seguí en la cárcel. No me permitían tener sexo. Me apoyo hasta donde pudo. Pague ocho años en diferentes centros del país y eso me enseñó….

 

Ocho años detrás de las rejas…

 

No olvido mi pasado porque es la base de todo el aprendizaje que hoy me hace capaz de agradecer y de ayudar.  Esa es mi consigna para estar conectada con la vida.  Duros son los encierros y aún más duras las palabras vividas en el infierno. Las huellas del camino no se borran.  No se imaginan cuántas veces abracé el aire. La atmósfera reinante en la cárcel te hace cambiar, se aprenden conductas que quizás ni siquiera sabías que existían. Ahí se aprende a no llorar,  a tener una resignación obligada. Se respira un olor indescriptible.

Mi cárcel de origen fue Tocorón.  Allí pasé mi primer año mientras iba a tribunal y esas cosas legales.  En ese tiempo estuve sin comer 16 días aproximadamente, ya que la comida de la olla era horrorosa.  En esa época pasaban de desayuno, del comedor al anexo,  una olla destapada de fororo y otra de bollitos con mortadela, todo lleno de moscas. Todo el mundo metía la mano dentro de ese mazacote. Había un pote de agua mineral  para sacar de la olla  y servirnos en el recipiente que cada una tuviera o en las manos y aunque veía a compañeras comer de allí yo no lo hacía.

 

Me mantenía con agua y caramelos que me regalaba una abuela o con azúcar.  Así estuve hasta que llegó por primera vez mi visita, mi hermana menor con mi mamá.  Para mí fue grande ver a mi madre. Eso me dio fuerza espiritual…Fueron tiempos muy duros… comía si tenía y si no me alimentaba de silencio.  Desde un principio le aclaré a mi familia que yo cargaba con mi cruz y así lo hice mucho tiempo. Pocas visitas tuve, así que mi rebeldía adentro era fuerte. Unas abuelas me adoptaron, yo era su defensora para que no las robaran ni se metieran con ellas.  Gracias a ello medio comía pero me busqué cualquier cantidad de líos. No me gustaban las injusticias y aparte de estar en un terreno apache, por ser caraqueña, no me querían.  En fin me tocó pelear muchísimo y eso me costó el traslado a Tocuyito, un  infierno peor.

 

De un anexo en Tocoron con 60 mujeres, llego a un pabellón en Tocuyito a donde había 300 mujeres. Eso fue en el 90. Allí me digo a mi misma: de aquí palante lo importante es mi vida. Tuve que pelear más de una vez para que no me violaran.  Tenía que andar con un machete todo el tiempo. Ahí aprendí a hacer mis cuchillos. Aprendí a seguetear mi reja para hacerme mi propio chuzo. La experiencia en Tocuyito fue muy dura.  Allí menos veía a mi familia.  Estaba llena de rabia. El encierro me puso muy rebelde. No creía en nadie, nada me importaba. Vivía en un solo castigo, mayormente por caerme a golpes. Estaba muy a la defensiva, hasta que me centré un poco y pensé que no podía llevar la vida así. Comencé a escribir y eso me ayudó mucho.

 

La rutina de la prisión era absurda. Nos pasaban número a las 5 de la mañana y podíamos salir de los pabellones. Allí muchas mujeres decidían qué hacer: unas se iban a la cancha a jugar, a hacer algún deporte, otro grupo se iba a consumir drogas y otras nos quedamos charlando sobre qué iba a ser de nuestras vidas.  Yo tenía ganas de estar con mis hijos. Una imagina cualquier cosa.  Esos momentos de soledad me enseñaron que no podía ser un monstruo porque en eso me estaba convirtiendo.

 

Después de seis meses en Tocuyito donde también estábamos haciendo hasta teatro comencé a tener problemas de nuevo y tuve enfrentamientos que casi me costaron la vida. Me trasladan a Maracaibo donde  duré solo 15 días. Luego  me llevaron a La Pica donde pasé cinco meses. De ahí pasé a Barinas  tres meses.  Me sacaron a  Los Pinos, en San Juan de los Morros. Luego fui a Santa Ana y posteriormente a La Planta, donde por fin logré estar en la capital, mi terreno, pero solo duré dos meses porque me llevaron a Los Teques a donde viví una semana. Duré mucho tiempo sin ver a mis hijos, recorriendo cárceles, sin parar.

 

La metamorfosis

 

Estuve del timbo al tambo hasta que me regresaron a Tocoron, mi cárcel de origen.  Allí decidí ponerme a reflexionar sobre mi vida. Conformé un grupo de mujeres para dedicarnos a la cultura y el deporte y comienzo a buscar en paz la manera de bajar mi condena. La rutina de la prisión es muy dura. Hay cosas que no podemos contar pero que siguen grabadas en mi mente y en mi piel. Estuve en un grupo de teatro y eso nos permitió salir al Foro de Maracay. Compartimos escenario con la agrupación musical Un Solo Pueblo. Mi familia estuvo allí como la familia de muchos de mis compañeras y compañeros… Era como un sueño, pero un sueño bonito.

 

Dos días después de esa experiencia hablé con el director del penal y le dije que me permitiera subir a la sección pedagógica a dar clases. En ese tiempo me tocó enseñar a mujeres y a hombres que no conocían ni la letra A, eran analfabetas. Eso me sirvió de crecimiento personal. Comencé a enseñar lo poco que sabía.  Buscaba estar fuera del anexo o mantenerme ocupada, así  los problemas no me perseguían.  Me sentía útil.  Aprendí a hacer peluches, a tallar, en fin mi vida fue dando un vuelco.  Cada vez que me sentía mal o con rabia me desahogaba en un cuaderno y hablaba conmigo misma. La prisión no es fácil, su  rutina menos.

 

Aunque tuve infinidades de castigos, marcó mi vida una revuelta en Tocoron, en el penal de los hombres.   Había un motín y veíamos salir muertos y muertos. Era horrible. Entonces nosotras las mujeres nos alzamos también. Eso me costó que un guardia de apellido Sánchez, me fracturara tres costillas con la culata de una escopeta. Fueron días muy duros, y más para mi,  que fracturada con un dolor implacable no me sacaban al hospital.  Así estuve tres días hasta que decidí secuestrar a una vigilante con mis amigas.  Era la única manera que teníamos para que me llevaran al hospital y así fue. Una vez en el hospital el médico me preguntó: “cómo aguantaste tanto y le respondí que con las ganas de vivir y pidiéndole a Dios… En fin, me regresaron al infierno de nuevo y con un tremendo yeso conseguí a mis amigas castigadas por haberme ayudado. Eso me dio mucha rabia pero debía pensar con tranquilidad y no cometer más errores. Me ocupé de ellas mientras estuvieron en el castigo. Les enviaba comida, cigarros, dulces y muchas veces a punta de gritos nos comunicábamos.

 

La prisión me enseñó tanto que decidí que cuando saliera las cosas iban a ser distintas y así lo he hecho. Una vez fuera de prisión, en la calle me tocó lavar, planchar ajeno, limpiar porque mis hijos no querían que yo me equivocara y los dejara solos de nuevo. Tuve batallas muy duras pero enfrente a la sociedad.  Hoy en día me siento orgullosa de quien soy. Lucho por muchos de los que se encuentran allá dentro… hay demasiados diamantes que pulir y creo que si ponemos de nuestra parte podemos lograr muchas cosas.

 

Entregada al rescate de jóvenes

 

He tenido la oportunidad de dar charlas y foros en colegios, liceos y universidades. Eso es algo que me llena.  No quisiera que los jóvenes pasaran lo que pase yo. He conocido gente muy importante que me ha dado una mano amiga. Eso es algo que valoro mucho. Le doy gracias a Dios todos los días de mi vida.  Hoy me veo en el espejo y me siento bien conmigo.  He tenido la oportunidad por medio de mi trabajo de conocer a Venezuela. Antes las veces que viajé lo hice en un autobús esposada y de traslado de un penal para otro.  Ahora viajo en libertad, dando lo mejor de mí, dando enseñanzas con las experiencias de mi vida.

 

Todo esto fue posible, gracias a Leopoldo López,  quien me dio la oportunidad  de creer en mí. Formé parte del equipo de las redes penitenciarias de Voluntad Popular con dos compañeros, también ex presidiarios al igual que yo.  Uno, hoy en día lamentablemente está nuevamente detrás de rejas, el diputado Gilber Caro y  el otro es Vladimir Ramírez.  Hoy tengo un movimiento propio que se llama Movimiento Plan Gaviota Libres de Verdad.

Este proyecto nació cuando tuve la oportunidad y el honor de poder estar en el IESA, que es el instituto de Estudios Superiores de Administración, en conjunto con la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Metropolitana y la Fundación Futuro Presente, donde vi clases magistrales en salones únicos que jamás había soñado.

 

Allí compartí con jóvenes que se convirtieron en mis hijos, ya que yo era la mayor del grupo. En ellos conseguí  muchísimo apoyo, ya que ellos como jóvenes estudiantes y profesionales sabían más que yo. En ellos me apoyé y logré pasar todas mis fases y me gradué en mi programa de formación en el IESA.  Participé en la Séptima cohorte. No se imaginan mi crecimiento…

 

Compartimos 15 días en varias ciudades del país donde tuvimos clases y entretenimiento. Antes de salir por el Hatillo vimos Política de Gestión Social, Educación en Venezuela, Industria y Distribución de la Renta Petrolera en Venezuela. En Paria vimos Ecoturismo.  Visitamos una comunidad de Yakaiyene y ahí vimos clases de Inclusión y Situación Actual de las Comunidades Indígenas.   Para ver el módulo Empresa Estado y Sociedad, tuvimos la oportunidad de conocer la empresa de Ron Santa Teresa, etc.  Viví experiencias maravillosas que jamás imaginé.  Otro de los sueños que quiero lograr, si Dios me lo permite, es sacar mi libro, el cual llevo muy adelantado.

 

A pesar de haber vivido  en un infierno como lo es la cárcel, eso no me hace menos que nadie.  Todo lo contrario busco crecer cada día más y nunca es tarde. Sigo hacia delante con todos los obstáculos que pueda tener, pero les aseguro no volverme a equivocar. La cárcel es un cementerio de mujeres  vivas. Allí nuestra vida no vale nada, pasamos a ser un número, un mueble, un solo algo que está allí, o peor aun como muchas veces nos llamaban, un parasito consumidor de la sociedad.

Tuve cuatro hijos que han sido los motores de mi vida. Valoro las adversidades como las mejores oportunidades, si una cosa tengo clara es que las cosas más importante no se enseñan de otra manera más que viviéndolas.  Aprendí a ser feliz con poco disfrutando los pequeños detalles de la vida.  Hoy tengo 51 años de camino, de sueños y algo de esperanza. No terminé una carrera universitaria pero, a pesar de mi edad sigo trabajando y luchando por mi país con muchísimas ganas. Quiero un país que no niegue a su juventud, asesinándola como asesinaron a mi hijo. Quiero un país  donde los que un día fuimos delincuentes le demos vuelta a esto. No quiero seguir viendo venezolanos que vean su futuro limitado por falta de oportunidades o por una bala. Hay mucho por hacer. Sueño un mundo donde las diferencias no sean razón de discriminación sino una oportunidad para crecer.

Hoy soy protagonista de mi vida. Me permito darme el lujo de no ser perfecta, de no responder a  las expectativas de los demás y a pesar de eso sentirme bien y por si fuera poco saberme querida por muchas personas, que me quieren por lo que soy. Cuando me miro en el espejo ya no busco a la que fui en el pasado. Le sonrío a la que soy hoy.  Me alegro del camino andado y asumo mis errores.  Hoy se que el viento extiende sus brazos cuando camino por la calle y que solo quiero tener lo que  merezca.

 

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