Moraima Villegas es la madre de una familia de seis miembros que vive en un barrio humilde de Guanare, en el estado Portuguesa. Tiene a sus dos hijos varones presos por robo y homicidio. En medio de carencias económicas, y de un sinnúmero privaciones, dice no renunciar a la fe y asegura que su mayor calvario es vivir la injusticia de la pobreza
Bianile Rivas / UVL Miranda
Desde hace dos meses, Moraima Villegas, de 46 años, no ha podido visitar a su hijo. José Francisco Loaiza purga una pena por robo agravado desde 2019 en el Internado Judicial de Barinas (Injuba). La mujer, residente en Las Tablitas, un barrio pobre del sur oeste de Guanare, debe recorrer más de 80 kilómetros en transporte público para llevarle alimentos, medicinas, ropa, útiles personales y de aseo, pues un traslado arbitrario lo alejó de su jurisdicción penal.
— Mi martirio se ha multiplicado; la pobreza y la pandemia no me permiten ver ni abrazar a mi hijo, cuenta.
Moraima debe hacer de tripas corazón para reunir dinero y cubrir las necesidades básicas de su familia. Vive con su esposo Segundo Loaiza, un cultivador de yuca, de 53 años, que ha parado su conuco por falta de recursos y apoyo oficial. Con él tiene cuatro hijos biológicos, Naudy José, de 30; Yetzy Antonio, de 27; Ismari Saraí, de 22; y Ángel Rafael, de 17; y uno adoptado, Jose Francisco, de 26, el que está preso en Barinas.
Para ayudarse con la comida, Moraima ha tejido una red de apoyo en su comunidad. Vecinos y amigos le aportan víveres y algunos enseres, que completa con el dinero que le reportan los bonos entregados por el gobernante Nicolás Maduro a través del Carnet de la Patria, una plataforma oficial usada para repartir ayudas sociales, que algunos especialistas califican de instrumento de control político de la revolución.
Otras dos circunstancias entristecen a Moraima., su única hija hembra, Ismari Saraí, emigró a Colombia y le dejo dos nietos a cargo, y Naudy, su otro varón, también está tras las rejas. Se le procesa, desde hace cuatro años, por homicidio y paga cárcel en los calabozos de la comandancia de la policía estadal en Guanare, la capital del estado Portuguesa, en el centro occidente venezolano.
La madre de José Francisco y Naudy luce fuerte anímicamente, pero dice llevar la procesión por dentro. No está segura de que su dolor y las privaciones a las que están sometidos sus hijos valgan la pena. “Si tan siquiera me los estuvieran rehabilitando, pero no: ellos viven un infierno que ojalá no los persiga por el resto de sus días”.
—-En la cárcel y en el calabozo hay mucho ocio, los presos viven en hacinamiento, sin servicios de salud y en medio de la violencia, y uno no ve ningún plan para mejoras, sostiene Moraima al advertir los sacrificios que hace para pasar la comida, concretar una visita o lograr un traslado al hospital o a tribunales. “Para todo hay que tener dólares, y si uno no los tiene se pudre”.
Las reflexiones de Moraima suceden, precisamente, en Guanare, ciudad sede del Centro Penitenciario de Los Llanos Occidentales (Cepello), donde el 1 de mayo de 2020 ocurriera un motín que concluyó con la atroz matanza de 47 reclusos, cuyo asesinato se atribuye a integrantes de los propios cuerpos de seguridad del Estado, entre ellos la Guardia Nacional.
Moraima no recuerda la forma como sus hijos fueron transitando el camino del delito. “Uno los aconseja, los guía por el buen camino, pero cuando están en la calle no sabemos los que hacen. Son las malas juntas. Los míos eran unos muchachos buenos y todavía creo en ellos, pues me aseguran que esta experiencia los ha hecho arrepentirse. Uno nunca renuncia a la fe “
Como madre, Moraima tiene mucho testimonio que exponer. No quiere que ninguna de ellas se vea en su espejo de sacrificio y pena. “Veo este calvario como una posibilidad de que otras aprendan a cuidar a sus hijos, pero también como una oportunidad de exigencia: ninguna madre debe vivir la injusticia de la pobreza”.
Red de apoyo
Moraima ha aprendido en cuatro años a bandearse con abogados, jueces y fiscales para tratar de vencer los obstáculos de la administración de justicia y la violación de los derechos humanos de sus dos hijos en prisión. No lo ha hecho sola. Confiesa que se apoya en la experiencia de Carmen Figueroa, una vecina suya del barrio Las Tablitas que también ha vivido su calvario.
Carmen Figueroa es otra madre que luchó por más de 10 años por la sobrevivencia de dos hijos presos. Su tristeza más reciente es por Yorman Pérez Figueroa, quien vivió 2 años y siete meses encarcelado por el delito de homicidio intencional calificado en grado de frustración y que, luego de los vaivenes del tortuoso proceso penal, resultó condenado por un delito de menor entidad y pudo obtener así su libertad.
A Carmen se le aguan los ojos cuando recuerda los rigores que padeció al tener a su hijo tras las rejas, durante esta larga pandemia por el coronavirus, cuando se encuentran paralizados todos los procesos penales, suspendidas las visitas y no se tiene comunicación por el aislamiento social y el temor persistente de contagio en las hacinadas celdas de la comandancia general de policía regional.
Hoy día, después de cuatro meses de haber obtenido la libertad, la familia Pérez Figueroa enfrenta un reto de adaptación y búsqueda de estabilidad laboral para su sustento, esperanzada en este nuevo comienzo para un hijo que “quedó marcado por un sistema carcelario de Uno nunca renuncia a la deprimente, pero con ganas de salir adelante”.
Bien lo señaló Moraima Villegas: “Uno nunca renuncia a la fe”
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