La tortura acompaña a los presos hasta en los sueños

Orlando Moreno y Juan Hernández son víctimas del abuso policial, de la aplicación de métodos de tortura para obligarlos a inculpar a terceros por motivos políticos y para confesar un delito. Sus relatos confirman que sí se violan los derechos humanos de las personas cuando son detenidas

Equipo de Investigación UVL

Orlando vive con las marcas de la tortura en la piel y en la mente. “Eso es algo que está allí”, asegura. Lo mismo le pasa a Juan, quien apenas cierra sus ojos vive aquel episodio como si hubiesen transcurrido segundos de aquella golpiza.

La diferencia entre Orlando Moreno y Juan Hernández (identidad protegida a petición de la víctima) es que el primero estuvo preso por motivos políticos mientras que el otro sigue en prisión por robo de vehículo. Lo que cuentan es la prueba de cómo se violan los derechos humanos tanto en los centros de detención preventiva como en las cárceles venezolanas.

La tortura es un delito en Venezuela y el funcionario que incurra en él podría ser sancionado con entre 15 y 25 años de prisión, según establece la Ley especial para Prevenir y Sancionar la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes; sancionada por la Asamblea Nacional en 2013. “Si esa ley es cierta, todos los policías tendrían que estar presos”, dice un familiar de Juan que sirvió de intermediario para conocer su historia.

A Juan lo golpearon hasta dejarlo inconsciente horas después de arrestarlo. Los policías que lo agredieron le exigían información sobre la organización delictiva a la que pertenecía y como no “colaboraba con la justicia” recibía puñetazos en el abdomen. “No lo hacían en el rostro para no dejar evidencia y para que el forense no se diera cuenta de que lo habían maltratado”, refiere.

El maltrato se extendió durante una semana, siete días en los que además estuvo desnudo. Aguantó frío y hambre, porque ni siquiera le permitieron recibir los alimentos que a diario le llevaban sus parientes. “La presión pudo más y Juan terminó hablando”, cuenta su familiar.

En ese tiempo, tampoco le permitían asearse así que en su cuerpo quedaban los olores de sus necesidades fisiológicas. Eso le generaba conflicto con sus compañeros, quienes lo obligaban a alejarse para no molestarlos con el mal olor. Llegó a dormir parado.

Juan ahora es evangélico y por ello convive con aquellos presos que profesan su misma religión. Confiesa que recibir a Dios en su vida lo ha hecho reflexionar sobre los delitos que cometió; solo espera que en su juicio le otorguen libertad condicional para comenzar de nuevo y enmendar sus errores. “No será fácil”, reflexiona.

Estar en la Policía del estado Monagas le ha permitido conocer de cerca todas las clases de tortura que aplican los funcionarios. “No hay límites”, asegura a través de un mensaje de texto. En cada agresión pueden participar entre 10 y 15 policías y, dependiendo del delito, hasta los jefes. No hay hora y tampoco un día en específico para ello.

Por lo general es una práctica que se aplica a los recién detenidos para obligarlos a confesar el crimen que han cometido y en el caso de que pertenezcan a una organización delictiva, delatar a los jefes. Pero también se usa cuando aplican requisas: los privados de libertad son agredidos con los cascos en las cabezas y pateados en las costillas.

A los homicidas y a los violadores les va peor. Los bañan con agua helada y luego les meten corriente para que hablen, incluso son lastimados con alicates en los costados. El dolor es tanto que si la persona es culpable termina confesando el delito. La víctima ha sabido de casos de compañeros que han sido colgados por los pies.

La familia de Juan espera que en algún momento aquellos que lo torturaron también sean castigados. Están conscientes de que él tiene derechos y que aunque infringió la ley en reiteradas oportunidades, no merecía ser castigado de esa manera.

“Pienso que la peor tortura es estar detenido en un sitio como este, con unas condiciones infrahumanas como las de allá adentro, porque así como hay zonas limpias hay otras que no. Tortura es que en la misma cárcel no haya comida para darles a los presos cuyos familiares no pueden traerle ni siquiera una arepa”, sentencia el familiar de Juan.

 Vivir con dolor

Las agresiones que recibió Orlando Moreno comenzaron desde el mismo momento de su detención en 2017. Tenía 26 años de edad cuando vivió episodios duros y crueles: estuvo colgado durante 24 horas recibiendo golpes y humillaciones. Era un preso político, uno buscado por las autoridades policiales debido a su liderazgo emergente en aquel año en Monagas.

Era martes 27 de junio. Terminaba una protesta antigubernamental en Maturín cuando divisó a varias comisiones de la Policía estadal, por eso decidió marcharse a su casa. En el camino un grupo de funcionarios intentaron detenerlo, forcejeó con ellos y la gente salió en su defensa. “Me golpearon con sus pistolas y me rompieron la camisa, pero logré escapar”, recuerda.

Fue el comienzo de la agonía. Minutos más tarde subió a un autobús que al recorrer un kilómetro lo interceptó un vehículo sin identificación del que se bajaron varios hombres armados. Los sujetos lo obligaron a bajar de la unidad y funcionarios de la Policía del estado Monagas lo identificaron como el joven que estaban buscando. Lo subieron al auto y allí comenzaron a golpearlo.

Lo trasladaron hasta el Destacamento de Seguridad Urbana (Desur) de la Guardia Nacional. Allí un efectivo usó su casco para golpearlo apenas se bajó del carro. “Me dijo que me apurara”, agrega. Orlando se identificó como secretario político de Vente Venezuela y como coordinador de los defensores activos del Foro Penal en Monagas.

Lo dejaron en una esquina durante media hora hasta que llegaron 10 funcionarios que cree eran del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). Lo pasaron a un cuarto en el que comenzaron a torturarlo psicológicamente con el fin de que accediera a grabar un video inculpando a la dirigente María Corina Machado y el diputado Juan Pablo García, hoy con inmunidad parlamentaria allanada; como los responsables de financiar protestas violentas.

Como se negó le advirtieron que le pasaría lo mismo que Yoel Bellorín, un expreso político monaguense a quien estuvo más de un año detenido sin que le realizaran una audiencia de presentación. Le gritaron y le echaban en cara que a ellos les pagaban para seguirlo; también anotaban en una laptop las pruebas que le sembrarían si no cooperaba: bombas molotov, capucha, piedras y una gorra de Venezuela. Repetían: “Agarramos a el líder de los guarimberos”.

El terror comenzó en el Centro Penitenciario de Oriente, conocido como La Pica. Allí no solo lo desnudaron sino que lo colgaron de un tanque elevado y de una ventana durante 24 horas para insistir en que hiciera el video. Los brazos se le hincharon, no comió y le negaron el derecho a ir al baño. “Lloré mucho, pensé en mi mamá, en mi familia y en mis amigos, y en que no volvería a verlos”, narra.

Al día siguiente, en la tarde, fue llevado de regreso al Desur, donde le pidieron una vez más que grabara su testimonio; “me dijeron que reflexionara porque sino la  iba a pasar peor”, recuerda. 24 horas más tarde, Orlando fue llevado ante un juzgado, la jueza lo acusó de instigación al odio, cierre de la vía pública y posesión de explosivos. Salió libre bajo régimen de presentación cada 15 días.

El joven no ha superado esos días, “eso es algo muy difícil”, afirma. La clave de sobrellevar los días está en su familia, en el apoyo de su madre y de sus amigos, en dar gracias a Dios por haber salido con bien y con la confianza de que pronto tendrá justicia por todo lo que le hicieron.

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