En los calabozos policiales de Valles del Tuy no hay suficiente información sobre el VIH

Familiares coinciden en que se requieren de políticas públicas que garanticen que los presos estén recluidos en espacios adecuados, donde se les garantice el sano esparcimiento, la salud y la alimentación. Foto: Rosanna Battistelli

Los funcionarios policiales no saben qué hacer cuando un privado de libertad es diagnosticado con el Virus de Inmunodeficiencia Humana. Los familiares del paciente tampoco.  De ese virus poco se habla en los Centros de Detención Preventiva (CDP)

Rosanna Battistelli

Las enfermedades infectocontagiosas son comunes en los calabozos policiales de los Valles del Tuy, una subregión del estado Miranda, conformada por seis municipios y ubicada a una hora de Caracas. Así se desprende de un monitoreo realizado por Una Ventana a la Libertad (UVL) en 13 Centros de Detención Preventiva (CDP), donde cohabitan 365 presos. En estos espacios el hacinamiento es un común denominador.

En ninguno de estos recintos hay servicio médico. Tampoco se hacen operativos asistenciales con frecuencia. Eso impide que los privados de libertad tengan acceso a la salud y acarrea como consecuencia que estén expuestos constantemente.

En medio de este panorama surge una enfermedad de la que poco se habla en los CDP: el VIH. La falta de diagnósticos impide conocer con exactitud cuántos contagiados existen en esta subregión mirandina. UVL maneja la información de que hay al menos tres casos.

Sumado a la ausencia de protocolos para contabilizar presos con este virus, no existe ninguna garantía de que quienes lo padecen cumplan con el Tratamiento de Terapia Antirretroviral (TAR) adecuado.

En los CDP de los Valles del Tuy tampoco existen las condiciones para atender a un preso con VIH. No hay la posibilidad de que se le aísle por falta de espacio, ni que se le brinde la atención que requiere. Los funcionarios no manejan la información de cómo hacerlo. Sencillamente no están preparados para ello.

La misma desorientación la tienen los familiares. Cuando son informados de que su allegado contrajo el virus, no saben qué hacer, a dónde acudir o cuál es el tratamiento. Así van pasando los días y, mientras tanto, la enfermedad avanza.

Una angustia constante

El esposo de Luiselis está preso en la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) de Ocumare del Tuy. Ella vive en Charallave. La distancia entre ambas ciudades mirandinas es de al menos 19 kilómetros.

Luiselis no puede ir todos los días a llevarle comida a su pareja sentimental. Sus ingresos económicos no se lo permiten. No está trabajando y su único sustento son los bonos de la patria que otorga el gobierno de Nicolás Maduro.

Los días que acude a la sede policial trata de llevarle una vianda con suficiente comida para cubrir los días que no puede ir. Arepa con mantequilla y queso blanco, arroz y tortilla forman parte del menú.

“Para nosotros, los familiares, es una angustia constante tener un pariente preso. En mi caso es una agonía que no me deja vivir en paz. Mi esposo tiene año y medio privado de libertad por robo y ha sido difícil traerle comida, tanto por la pandemia como por la situación económica. Además de disponer dinero para la comida, hay que guardar para el pasaje”, señaló a Una Ventana a la Libertad el 19 de febrero de 2022.

A Luiselis le preocupa el estado de salud de su esposo. Actualmente tiene escabiosis y, meses atrás, presentó fiebre y gripe. “Uno se asusta porque teme que pueda ser COVID-19 y se complique. En estos calabozos no hay ningún tipo de servicio médico, a pesar de que muchos de estos presos tienen más de un año recluidos en estos espacios, hacinados, y deberían contar con una evaluación de salud constante”, agregó.

Morelba también acude al menos tres veces a la semana a la sede del Cicpc de Ocumare. Allí está su hijo. La sede policial le queda más cerca que a Luiselis, porque ella reside en la carretera que comunica a esta ciudad con San Francisco de Yare. La distancia a recorrer es de 4 kilómetros.

“Muchas veces voy caminando para ahorrarme el transporte. Esos días son más duros para mí, porque después debo esperar que nos atiendan para entregar la comida, bajo el sol. Yo me llevo una botella de agua pequeña; sin embargo, no siempre es suficiente y la idea no es llevar mucho peso, porque se me hace más difícil caminar”, señaló.

Morelba está consciente de que su hijo cometió un error y por eso está en la cárcel. No quiso revelar el delito, pero destacó que “a toda persona se le deben garantizar sus derechos humanos y condiciones dignas de vida”.

Luiselis y Morelba comparten el mismo dolor, la misma angustia, el mismo pesar. También coinciden en que se requieren de políticas públicas que permitan que los presos estén recluidos en espacios adecuados, con ventilación y un poco de luz natural, donde gocen de sano esparcimiento, salud y alimentación. Ambas esperan que su llamado encuentre eco en las autoridades. 

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