Asistencia sicológica: un beneficio al que pocos presos tienen acceso en Monagas

Dos padres, un preso y una esposa hablan sobre cómo se vive dentro de un centro de detención preventiva. Explican lo que hacen los reclusos para no desanimarse y lo que ellos como familia tratan de hacer para no desvanecer en la lucha por la libertad

Jesymar Añez /UVL Monagas

La voz de Gregorio retumbaba en aquel pasillo poco iluminado. “¡Ayúdenme!, me están persiguiendo. Me quieren matar. ¡Ayúdenme!”, gritaba mientras la gente a su alrededor lo miraba con algo de temor.

Gregorio, cuya identidad está resguardada, era custodiado por dos oficiales del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) mientras caminaban por el pasillo principal de la emergencia del Hospital Universitario Dr. Manuel Núñez Tovar en Maturín, capital del estado Monagas, al Oriente de Venezuela. Iban por atención médica. Sus piernas estaban hinchadas y tenía lesiones en la piel.

Una fuente médica explicó a los medios de comunicación que eran producto del hacinamiento en el calabozo que los hace dormir de pie o sentados. Pero Gregorio no gritaba porque le hicieran daño sino porque tenía alucinaciones. Sus custodios también lo llevaron al hospital por una consulta con un psiquiatra.

El hombre, no mayor de 40 años de edad, convive con 120 detenidos en el Cicpc Maturín, donde otros dos presos también tienen problemas mentales. Gregorio y sus compañeros no tienen un trato distinto a pesar de que lo necesitan; además de la comida y del agua, la familia debe encargarse de su medicación.

El día que llegó al hospital se le veía disperso y asustado. Pero su suerte, la de recibir atención médica especializada, no la tienen otros reclusos, como los de la Policía del estado Monagas, situado en la zona oeste de la ciudad.

Familiares de privados de libertad en ese centro de detención preventiva denuncian que las órdenes de traslado al médico no son ejecutadas a la brevedad sino cuando hay vehículos o funcionarios que custodien a los internos. Por ello, recibir asistencia sicológica no es algo factible para esa población reclusa, que para finales de febrero se ubicaba en 300 privados de libertad. “Es algo que necesitan”, afirma el padre de un detenido cuya identidad ha sido resguardada por seguridad.

Luis asegura que la atención sicológica es un derecho que deben gozar los privados de libertad, debido a las condiciones en la que conviven. Considera que no la reciben porque sería confirmar que los presos reciben un trato cruel. “Sobreponerse al maltrato es algo que lleva tiempo y más cuando ocurren hechos violentos que los dejan más afectados”, menciona.

El hijo de Luis fue uno de los 16 privados de libertad heridos el pasado 7 de febrero de 2021 por la explosión de una granada en un calabozo de Polimonagas, que además dejó a un recluso muerto. Cuando ocurrió ese hecho, su hijo tenía tres meses arrestado por hurto. Antes de que ocurriera el estallido lo veía aturdido y nervioso, emociones que se acentuaron después del siniestro.

Mantener la esperanza de salir en libertad plena o con régimen de presentación es algo que les resulta cuesta arriba a los internos. El retardo procesal juega en su contra. Así que hablar con sus compañeros sobre lo que les espera afuera, cumplir las órdenes del Pran o enviar un mensaje de texto a sus familiares, forman parte de la rutina en un calabozo y, de cierta forma, la tabla de salvación para no desvariar y no dejarse llevar por lo que viven en prisión.

“Vivir dentro de un calabozo es difícil. Temo porque mi muchacho no se recupere de esa situación, de vivir así, hacinados. De tener tanta zozobra por no saber si los policías entrarán para hacer una requisa y agredirlos o si la agresión viene de parte de un compañero de celda. Él se desahoga conmigo a través de los mensajes de texto o cuando logra enviarme una carta, quizá el encierro fuera más llevadero si las visitas no estuvieran suspendidas y pudiera abrazarlo”, narra.

El 15 de marzo de 2021 las visitas cumplen un año suspendidas por la pandemia del coronavirus. Las familias aseguran que esto también juega en contra de los presos porque no tienen acceso a más personas. “Antes uno los podía abrazar y ahora no. No se le puede ni ver cuando se le entrega la comida. La demostración de afecto se ha perdido y eso los perjudica emocionalmente”, expresa la mamá de un detenido.

Su hijo tiene dos años privado de libertad y antes de la pandemia, solía ver cómo se quebraba. Lloraba al no poder ver a su hija y porque está detenido al implicarlo en un delito. “Lo confundieron con uno que vende droga y por eso está aquí. Imagínate cómo puede estar él. Su salud mental no será la misma cuando salga”, reflexiona.

Durante los primeros días de su aprehensión, el muchacho no dormía y se alimentaba poco, primero por la preocupación y segundo porque debía compartir la comida. La mujer expone otra realidad: el sufrimiento que le genera a la familia ver cómo se desgastan los presos física y emocionalmente en prisión. “De allí se sale destrozado al ver las condiciones en las que están viviendo. Allí todos los presos están mezclados, sanos y enfermos, violentos y no violentos”, señala.

“Se vive más tranquilo en el Mandela”

Augusto, nombre protegido por petición del privado de libertad, menciona que está más tranquilo desde que fue trasladado desde un centro de detención preventiva hasta el Centro de Formación Nelson Mandela, ubicado en la parroquia La Pica de Maturín, justo al lado del Centro Penitenciario de Oriente.

Durante seis meses estuvo detenido en una comandancia de la Guardia Nacional (GN) y asegura que el trato fue cruel. Lo implican en un hecho en el que asegura no tiene nada que ver y al no confesar su supuesta participación, fue torturado. No había hora para la agresión, asegura, y los funcionarios lo dejaban sin comer hasta por una semana.

“Uno no se repone tan fácil de las agresiones tan crueles que vive. Duele que te pasen electricidad, duele que te golpeen, duele muchísimo tener una lesión en el brazo y que no te la atiendan. Uno no sabe cómo reponerse tanto física como mentalmente. Además de mi fuerza de voluntad, yo creo que necesitaría muchísima terapia sicológica para sobreponerme”, expresa.

Para Augusto, los días más oscuros de su vida los tuvo en el comando de la GN; comenzó a ver la luz cuando lo trasladaron al Mandela. “Aquí hay régimen penitenciario y eso de cierta manera me da tranquilidad porque no te pueden hacer nada. Debes cumplir con unas normas y eso te da garantía de estar bien, por lo menos físicamente”, refiere.

La lectura le da libertad y paz. Lee versículos de la Biblia para sentir tranquilidad y, entre risas, aclara que no es evangélico. “Sólo encontré en los relatos de Dios la paz que necesito. Sé que esta es una tormenta que pronto pasará, que si Dios me puso aquí fue porque tengo que aprender algo y cumplir una misión muy importante”, asegura.

Esa paz mental se quiebra cuando recuerda que su esposa está con sus dos niños en una casa que está alquilada. Se han atrasado con el pago de la renta y por eso los amenazan con una orden judicial de desalojo. Augusto era el proveedor de su familia y cumplir 11 meses preso significa que tienen igual cantidad de tiempo sin pagar el alquiler. Su esposa ha tenido que ingeniárselas para comer y mantenerse en pie.

“En momentos como esos uno suele olvidarse de la palabra de Dios y te nublas. Te deprimes y contra eso no hay doctor que pueda. Saber que tus hijos no tienen qué comer te perturba, te duele en lo más profundo. Con eso no puede ni la autoestima más alta”, manifiesta.

Afuera, en la calle, a su esposa le pasa igual. Padece el mismo insomnio que su esposo al saber que no tiene dinero para garantizarles estabilidad a sus hijos. Cuenta que trata de animarse cuando habla con sus familiares o amigos, pero no lo logra. “Es difícil olvidar lo mal que está tu esposo o las veces que fue maltratado y no sentir rabia, dolor o impotencia. No va a ser fácil sobreponerse mentalmente de esto”, afirma la mujer al otro lado del teléfono.

A veces, para aliviar tensión, grita. Grita tan fuerte como lo hizo aquel día Gregorio, quien hoy está medicado. La esposa de Augusto dice que la única forma de luchar es tener la mente ocupada y para hacerlo, le hace seguimiento al caso de su esposo para tenerlo libre pronto. 

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